sensaciones y pensamientos


Escrituras



13.3.24

Paraíso conejo


         

    El plan era alimentar un conejo. Así lo había expresado explícitamente mi hijo. El mismo eligió la zanahoria precisa, grande. Nada de esa pequeñez que yo había elegido inicialmente. Fue lógica la forma en la que elegí la que encajaba perfectamente en una presunción, alimentada por indicios de vivencias previas. Sentí que alcanzaba con llevar esa zanahoria, mediana para mi percepción, pero minúscula para una mirada de entusiasmo total. Unas semanas antes, habíamos ido a una granja cercana, donde no tuvimos la suerte de ver un conejo. A esa casa llena de  gansos, patos, faisanes, gallinas, gallos, perros y, por lo menos, un conejo, solemos ir en épica de paseos inmemoriales, desde que Valentino tenía un año. 

    La última vez que pasamos, semanas atrás, que a sus cuatro años puede ser siglos y que a mi medio siglo puede parecer un episodio acontecido hace un rato. La memoria nos decía a los dos cosas diferentes, o puede ser que las conclusiones lo fueran. Mi sensación era que podía llegar a pasar lo mismo. Como solamente tenían un conejo, que solía estar en un sitio apartado de la casa, era fácil que tampoco ahora tuviésemos chance de que nos lo trajeran para verlo. Pero mi hijo mantenía un entusiasmo tal, que quiso que lleváramos la zanahora más grande, con la certeza de que podríamos alimentarlo. Le hice caso, pelé un poco superficialmente su cáscara y guardé el cuchillo en la mochila.  

    Al llegar a la granja, en medio de ladridos insistentes del comando perruno del lugar, llegué a divisar un hombre en una parte lejana  del espacio. Entre niveles altos de la voz y señas corporales precisas, la comunicación con el hombre dio como resultado la confirmación de que no había posibilidad de traer el conejo. Hasta me pareció comprender que ya no había conejo alguno en la casa. 

    Antes de llegar a este momento de dura revelación, habíamos pasado por un terreno alambrado, donde una yegua y su potrillo habían establecido bella charla con nosotros, que por un instante me hizo dudar en guardar la zanahoria para la indudable aparición del conejo. Mis palabras fueron claras, Si no aparece, podemos volver a darles la zanahorlia a la mamá y su cría. La negativa de mi hijo fue tajante, drástica y segura, regalándome un NO que me trajo entonces al centro mismo del presente y al objetivo real de la misión que habíamos emprendido. La zanahora era para alimentar un conejo.

    Al salir de la granja, la promesa cercana del mar, diluyó cualquier atisbo de frustración. También habíamos planeado juntar agua en unas botellas. El cumplimiento del objetivo se convirtió en un presente de más de una hora. En muchos momentos las nubes de lluvia cercana se corrieron, para que los rayos de sol le diesen un carácter muy atemporal a todo, luego de todo un día donde la nubladez fue signo climático que parecía querer ser total para toda la jornada. Aunque nunca nada parece final y definitivo cerca del mar, donde vivimos. Jugamos, de pantalones cortos y piernas en el agua del mar, juntada también en instantes de honor por cumplir la misión. Y de disfrute porque sí, porque estaba buenísimo estar ahí, con el sol dando esa alegría específica, tan solar, tan ella misma. 

    El goce de la aventura de andar entre piedras marítimas, algas y arena, dio energía extra a las piernas, que avanzaron un buen tramo, hasta una zona de acantilados, rocas enormes para prevenir derrumbes, gente pescando sin pensar en la erosión costera y un perro feliz, que compartía certero su agilidad. Pasaron varias vidas en esas andanzas, hasta que volvimos, tierra arriba, para comenzar con suavidad el regreso a casa. Fue momento entonces, del clásico UPA, luego de compartir un pan, que fue objeto de nutrición y punto de pasaje. Sin hambre, o con menos, el sueño se volvió potente, en el balanceo de la caminata. Y el cuerpo más pequeño, cobró ese peso extra que trae el soltarse al dormir en calma, con entrega absoluta. Hice unas cuadras así, recomponiendo el sistema a los cambios del peso. Y fue allí, cuando lo vi. 

    Estaba a pocos metros, con sus orejas larguísimas y su actitud, de tranquilidad astuta. Llamé a Valentino, con suavidad intensa. Y le dije que mirara lo que teníamos delante: un hermoso conejo, negro y marrón, sentado en una vereda.  Algo se acomodó en ese momento, en la mente, en el cuerpo, en el alma, como si un mensaje, sin palabras ni alegorías fijas, acariciase un punto interno donde la vida se siente como orden y sentido, certeza y silencio. Bajé a mi hijo, que habló entonces de su poder de sigilo. Llegó en varios pasos a esa palabra, fue probando leves variantes, hasta alcanzar con gracia su meta.Y con el sentido de esa palabra en su cuerpo, fue acercándose al conejo, que apenas se movió unos centímetros ante su presencia. Busqué entonces la zanahoria. Y corté unos pedazos pequeños. Se los dí a mi hijo, que los puso cerca al conejo. Arrojé también, con suavidad, algunos pedazos, pero el conejo apenas parecía interesado en ese alimento que los dibujos animados de mi infancia siempre indicaron como el más apreciado por estos animales. 

    Fuimos buscando estrategias. Y dejamos de buscarlas. El conejo estaba más interesado por el pasto. Me quedé sentado y disfruté de los movimientos que mi hijo hacía para lograr la cercanía imperturbable del conejo. En ese tiempo, que nada parecía a lo que creemos saber sobre su naturaleza, algo pasó. Algo me pasó: una especie de congelamiento cálido, donde me sentía observación y vivencia, vacío y temple.Valentino ya habia cruzado la calle, siguiendo al animal en leve huída. Estaba provisto de los pedazos de zanahoria que había dejado el conejo en la vereda, por timidez o instinto. Con disfrute de observación y total presncia, me quedé sentado, embriagado de una sensación de inmaterialidad que volvía todo más suave, más intenso, más colorido.

    Al rato, el conejo se alejó, hacia el fondo de una casa. Y fue signo de nueva bisagra en nuestro paseo. Caminamos con rumbo, casi definido, tendiente al regreso, pero también entregados a un andar sin cálculos. Anduvimos por calles precisas y entramos a un camino inesperado de monte. En las subidas y bajadas de ese andar, movimos unas ramas y nos dimos cuenta que estábamos bajando hacia la calle de la graja, cuya guardia perruna nos escoltó, apenas nos vio, hacia la salida de su territorio.Una cuadra después, volvimos al terreno cercado, que a Valentino le parecía una gran jaula, donde la madre y su hijo potrillo reverenciaron de inmediato nuestra presencia. Saqué entonces lo que quedaba de la zanahoria y la partí en varios pedazos, que les ofrecimos, contentos, colmados de una forma de satisfacción que parecía, también, tan suave, tan intensa, tan llena de colores vivos. 



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