Ermitaños y profetas
El abrazo y el desierto
Aunque sea un animal de naturaleza
social y afectiva, el hombre parece necesitar del pasaje por el vacío absoluto
para sentir en totalidad - con su cuerpo,
su mente y su alma - la vastedad que lo rodea y da forma a su vida. Los
paisajes desérticos, cuna esencial de nuestras grandes religiones, pueden ser
una vía de transformación y purificación o apenas un sitio, físico o mental,
donde perderse.
Diego Oscar Ramos (2003)
Pensar y sentir. El animal humano tiene la capacidad de
analizar las experiencias que le acontecen y de poder construir universos en su
mente, órgano que le ha sabido dar identidad como animal que, además de sentir,
piensa. Pero nada puede ser pensado de la forma en que es sentido. Ni siquiera
lo que se siente y después se lo piensa, ocupando espacio en pensar lo que ya
aconteció antes que procurar sensaciones nuevas. Un pensamiento puede provocar
una sensación corporal o una emoción y hasta generar cierto espesor de materia
en la mente. Pero la sensación nunca puede ser igual al pensamiento de lo
sentido, ni siquiera mediante el intento de reconstruir mentalmente sensaciones
ya experimentadas. La sensación es comunicación del cuerpo con el afuera, el
pensamiento es clausura del contacto y apertura al interior.
Silenciar las voces. Se habla de un
hombre en soledad cuando está sin compañía de otro hombre. Pero ¿sólo eso es la
soledad? ¿O es que se puede no estar solo si se está en relación con otras
especies que no sean humanos? Más aún, si los cuerpos son entidades abiertas en
relación de interconexión en constante intercambio, ¿la soledad sería una
situación delimitada a la ausencia de contacto con otro ser de la misma
especie? Y, además, ¿el estar en compañía se mide por el compartir formas de
vínculo imposibles de establecer con otras entidades vivas que no sean humanas?
Saberse animal. Si el estar en compañía se define por
vincularse con otro de la misma especie, puede compartirse un espacio físico
con otro ser humano sin que necesariamente se cumplan vías de contacto que no
podrían darse con seres de otra especie. Se puede estar en una habitación con
otra persona sin hablarle ni mirarlo, ignorando su presencia, algo que un
animal no haría, porque no pone frenos a sus sensaciones con el pensamiento.
Por esta actitud abierta al mundo que tiene el animal, que no especula ni
finge, pueden entenderse ideas como las de la famosa frase: “cuanto más conozco
al hombre más quiero a mi perro”. Estas palabras muestran un rechazo filosófico
a la creencia de que sólo puede estarse en completud con otro humano, claro que
pueden haber surgido de un filósofo tan mordaz como incapaz de salir de sí para
ir al encuentro puro con otro ser también deseoso de sentir. Algo que no le
aconteció al que dijo que “es mejor estar solo que mal acompañado”, ingenio
popular que aunque aporte una verdad parcial no regala claves de convivencia
sana para no desear la ausencia de contacto humano.
Buscar el aislamiento. Los ermitaños
buscan en el aislamiento un contacto directo con fuerzas naturales, internas y
externas a su ser. La clave del alejarse del contacto con otros seres de la
misma especie parece ser la necesidad de lograr una purificación personal de
las formas de percibir y sentir. Si bien no todos los ermitaños propugnan un
misticismo que pretenda mejorar los vínculos entre seres humanos, hasta las
religiones que basan su doctrina en el concepto de amor incondicional hacia
todo ser humano han tenido figuras centrales que debieron pasar por el
desierto. Solo así accedieron, vivencialmente, a la idea de ver y sentir la
afectividad como necesidad vital de cada ser, para vivir sano, alegre y
feliz.
Vivir el desierto. Todos los grandes
profetas han tenido su temporada desértica, sus vacaciones sensoriales y de
contacto con otros seres. Como si en el paisaje de arena el contacto con
ciertas formas vivas fuera menor, como si los sentidos se enfrentaran con un
vacío necesario para renovar la manera de usar la mente, los sentidos y el
espíritu. Y es el sentido de la vista el que primero se ve despojado
de variedad de estímulos, aunque no haya poco que observar en los paisajes de
la arena o la nieve, de la sal o del hielo. Nada es lo mismo que antes, ni
siquiera el pensamiento, cuando se tiene un contacto prolongado con esas
geografías áridas.
Escuchar el vacío. El hombre en soledad vive el vacío de
contacto: nadie le habla, nadie lo mira, nadie lo toca, nadie lo escucha.
Ningún humano al menos. Su vacío es de humanidad. El hombre en la soledad de la
arena se habla a sí mismo, se escucha, presiente las voces y las palabras que
repite sin que le pertenezcan del todo. En su ayuno de alimento y percepciones
habituales, en su aislamiento del contacto fluido con la vida como le ha sido
dada, vivencia una ruptura. Todo en él grita un gesto silencioso de retirada
del mundo de los hombres.
Salir del aislamiento. El ermitaño abandona su abandono y con
él pasa a ser profeta de lo que vendrá a partir del desierto superado. Siente
con menos preguntas lo que llegó a su vacío como completud necesaria. Nada hay
dentro suyo que aún cante alabanzas a una identidad conformada en un mar de
reflejos ajenos. El es, lo que siempre ha sido y lo que siempre será, todo lo
nuevo que estará mudando de colores, eternamente.
Anunciar la mutación. Caminar de regreso es la necesidad de
creer en la posibilidad del retorno, aunque no haya en realidad una vuelta
atrás en el fluir de lo que acontece eternamente. Las líneas copulan con los
círculos de lo que va y viene. La poética del encuentro gozoso renueva siempre
a los seres y espacios que interceptan sus trayectorias. El que regresa es
siempre otro distinto, lo que se anuncia es la mutación, lo que ha dejado de
ser, lo que no tiene retorno. Lo mismo sería la repetición forzada de lo que ha
dejado de ser. Lo imprevisto, en cambio, es siempre un presente del
destino.
Entrar en contacto. El hombre nuevo
huele árboles y vientos, escucha todas las voces que hablan en superposición
placentera y respetuosa. Entra en contacto con todo lo que llega a su
encuentro, no sólo sus manos lo ayudan a tocar un mundo más brillante. Todo es
vastedad próxima, accesible, musical, donde encuentra, a su paso calmo, seres
como él a los que percibe con todo el cuerpo. Eleva su voz al cielo y grita con
dulzura tres palabras: “siento, luego
existo”. Algunos lo escuchan, otros lo ignoran y unos cuantos lo abrazan,
riendo juntos; sanos, alegres y felices.
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