El vientre de la belleza
En un ahora mítico, un ser humano descubre pretéritos mensajes, que ya le venían anunciando la llegada de una luna nueva, fuente de caudalosa limpieza.
Diego Oscar Ramos
(texto e imagen)
Estabas ahí, eras madre, eras hija, eras amante que me hablaba con palabras de escritura erótica, que acaricia antes de llegar a un éxtasis que es de color amarillo. Y es una mano que va directo al pliegue de los momentos dulces, donde las ideas se desvanecen, o se acurrucan para ser amadas en la parte más carnal de su espesura.
Estabas ahí, lo siento ahora, que vi los horizontes de tus símbolos, donde el sol se viste de reinado que zigzaguea, en un mareo alcoholizado por sobre el mar, en una retirada épica de hombres lobo cuando la luna se aleja. Y la niebla camina por los campanarios que anuncian la llegada de seriedades diurnas.
Estabas ahí, lanzando palomas al cielo con algunos de mis nombres, para que dejaran mantras entre las plantas con las que hablo, cuando sé que las palabras tienen la clave para comunicar los sentidos del silencio.
Estabas ahí, sincronizando estelas de una barca que alguna vez nos cruzaría hacia espacios donde la noche se ilumina con autos veloces, en apuro mudo para nuestras apetencias de amor con potencia humana, en esa ruta de inquietudes. Y cosquilleo en el vientre de la belleza.
Estabas ahí, cuando la niebla convertía en siluetas que iban y venían, a todas las voces que traían cartas de vértigo, para desayunarme de verdades con cara de terremoto, que ahora agradezco con sonrisa de herejía y paciencia de anciano de una tribu que acepta y honra lo desconocido.
Estabas ahí, en un rincón donde los gatos miran realidades con tibieza de lluvia, dibujando armonías en colores estridentes, para que me diera cuenta de que todos esos abrazos de pan caliente eran para mi cuerpo.
Estabas ahí, eras la niña de los árboles, la mujer de las flores, la anciana de las semillas, soplando vientos de música viva por sobre los tejados donde mi nocturnidad dejaba marcas, para que pudieran alcanzarme, cálidos.
Estabas ahí, hembra humana, lanzando una gota feroz sobre mi cabeza, para llegar como cascada eléctrica al punto preciso donde mi mente abandona su ímpetu de marquesa despótica, para bailar tranquila este vals del renunciamiento, que desacomoda cualquier orden que pueda ser mortaja polvorienta. Y deja que las tripas vociferen amores mansamente perturbadores, entre animales con ojos clavados en un horizonte que saben misterioso. Y muy deseable.
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