Un sueño, con sus símbolos precisos, puede ser una llave.
Diego Oscar Ramos
Entre sueños apareció la imagen, cargada de ese espesor y ese brillo con que sólo parecen vivirse algunas imágenes. Era la flor de La máquina del tiempo, la prueba de haber cruzado un umbral de lo posible, en una película norteamericana de 1960, que fue para mí una gema de la magia cuando era niño, en tardes donde la televisión traía mitos en colores que ahora reconozco más propios de mi niñez que como específicos de cualquier catalogación cromática que pueda hacerse de los celuloides de aquella época. Tiempos, además, del inicio mismo de la década de los colores recargados, la era de la furia psicodélica, el estallido del círculo cromático, la caminata en rondas iluminadas por el inconsciente salido de la pantalla, la fiesta comunal de sonidos hipnotizantes.
Diego Oscar Ramos
Entre sueños apareció la imagen, cargada de ese espesor y ese brillo con que sólo parecen vivirse algunas imágenes. Era la flor de La máquina del tiempo, la prueba de haber cruzado un umbral de lo posible, en una película norteamericana de 1960, que fue para mí una gema de la magia cuando era niño, en tardes donde la televisión traía mitos en colores que ahora reconozco más propios de mi niñez que como específicos de cualquier catalogación cromática que pueda hacerse de los celuloides de aquella época. Tiempos, además, del inicio mismo de la década de los colores recargados, la era de la furia psicodélica, el estallido del círculo cromático, la caminata en rondas iluminadas por el inconsciente salido de la pantalla, la fiesta comunal de sonidos hipnotizantes.
Estaba soñando con otra cosa cuando apareció la imagen de la flor. Soñaba con tortas hechas por madres que festejaban el inicio de un trabajo, adoptando como suyos a los jóvenes que se iniciaban laboralmente, ritualizando con banquetes de dulzura un inicio de temporada que podía ser tan dura como cualquiera de las anteriores y las posteriores. Durante su tarea, disfrazados de suaves corderos, los niños grandes debían capturar información para llenar listas que llenarían a su vez otras listas que darían lugar a otras planillas, con puntos y cruces para armar esquemas de acciones comerciales y políticas.
En esa rememoración onírica andaba cuando, antes de despertar con los ojos hinchados de tantos papeles, recordé la flor de La máquina del tiempo, una escena del final de la película, que llegaba con los últimos latidos de la procesadora de vivencias en que se convierte todo el cuerpo dormido, cuando nos acostamos para descansar un rato. Aunque fueron semanas las que estuve adentro de ese empleo, antes de despertar, con el mareo de la calesita, con las nauseas leves de bajar de un juego volador en un parque de diversiones, teniendo a todas esas memorabilias pasadas por la licuadora, tamizadas por el poder de los símbolos, que trajeron rápidamente un recuerdo breve, una flor, la prueba de que alguien estuvo en otro lugar.
En esa rememoración onírica andaba cuando, antes de despertar con los ojos hinchados de tantos papeles, recordé la flor de La máquina del tiempo, una escena del final de la película, que llegaba con los últimos latidos de la procesadora de vivencias en que se convierte todo el cuerpo dormido, cuando nos acostamos para descansar un rato. Aunque fueron semanas las que estuve adentro de ese empleo, antes de despertar, con el mareo de la calesita, con las nauseas leves de bajar de un juego volador en un parque de diversiones, teniendo a todas esas memorabilias pasadas por la licuadora, tamizadas por el poder de los símbolos, que trajeron rápidamente un recuerdo breve, una flor, la prueba de que alguien estuvo en otro lugar.
Lo recuerdo con definición high fi. Había visto de niño, durante los 80, a The time machine, editada en 1960, donde un científico había logrado trasladarse en el tiempo. Y la forma en que, sentado en su máquina, la realidad se transformaba a su alrededor, estando su cuerpo absolutamente quieto, de alguna manera podía estar hablando de viajes mentales, de los cambios radicales de estados de conciencia que en los sesenta se pusieron de moda a través de la expansión de usos de psicodélicos que una década antes estaban limitados a la investigación científica. Pero la palabra viaje se comenzó a usar como metáfora del pasaje a otro sitio de la mente, donde, como en los sueños, la geografía puede cambiar, mostrando partes tal vez inesperadas de nosotros mismos. Y como acontece con todos los viajes, es una costumbre bien humana el querer tener recuerdos, souvenires de los traslados, objetos que nos traigan parte del brillo de la vivencia. Cuantas piezas de arte no funcionan más que como el ejercicio del alma sobre la materia o como huella de otros estados de conciencia o prueba de que hemos estado en otros lugares de nuestra humanidad.
Tan acalorado por las temperaturas elevadas del verano como por el devaneo con símbolos e imágenes de otros tiempos, al despertarme recordaba con fuerza el final de la película, aunque fue al comenzar a despertar cuando la escena empezó a desplegarse, como lo hace un abanico o como un papel hecho un bollo al caer al agua y abrirse despacio. Con la premura de quien intentara leer su contenido antes de que se borrara la tinta, lo que era apenas una frase, la flor de la máquina del tiempo, se fue haciendo imagen en mi mente, con una velocidad irregistrable ahora, pero lo suficientemente enérgica como para ocupar un espacio considerable en el pasaje entre el sueño y el despertar, ese territorio donde el cuerpo parece conmovido por la despedida de la horizontalidad tanto como la mente, buscando los ejes para encastrarse en la corporalidad y el tiempo presente.
En esa transición atemporal en su registro total, recordé el momento en que el científico está terminando su relato frente a una serie de hombres, todos elegantemente incrédulos, menos uno, un naturalista a quien el viajero del tiempo le muestra una prueba irrevocable de que su viaje no ha sido fruto de la fantasía, el mareo de los sentidos por algún consumo o la voluntad de engañarlos. Cuando la falta de creencia de su auditorio, reunido en su propia casa, era más unificada y resistente, un instante de gracia le hace darse cuenta de que tenía una flor venida de tiempos futuros. Y al dársela al hombre de ciencia y rostro calmo, le pregunta si conocía ese ejemplar, a lo que su respuesta es inmediata y certera, su conocer exhaustivo, enciclopédico, desconocía la existencia misma de esa parte de la naturaleza. Lo que podía probar que esa flor era una prueba de su estadía en el futuro.
Como suele pasar ante la irrupción de una verdad que perturba por ser movilizadora de energías factibles de mudar esquemas de conocimiento y de vida, la reunión de da por terminada, todos se alborotan y salen rápido a habitar otros hormigueros del saber. Tal vez temían terminar contaminándose por la insanía aparente del hombre que ha viajado y que hasta podía haber mareado, con ese magnetismo natural de los niños y de los que conocen los bordes de su mente, a otro de los portadores elegantes de los conocimientos aceptados por la ciencia de la época. Le recomiendan descanso al relator de su historia fantástica y dejan solo al naturalista, lo apartan del círculo prestigioso, por haber osado creerle al viajero y brindar su testimonio para abrir una grieta en el saber de todos.
El naturalista será, junto al ama de llaves de la casa, quien será testigo de la nueva desaparición del viajero, al lugar preciso donde debía regresar, para no dejar nada pendiente y darle cierre a una tarea que sólo a él le estaba destinada. Quizás fuese salvar al mundo, dejemos aquí abierto una resolución que alcanza con volver a ver la película para develarse, pero que alcanza aquí con decir con ímpetu de altavoz, que en ese gesto de cierre de lo comenzado hay una energía que aporta unas cuantas transformaciones al universo. Y esto, sea cual sea la época, el lugar y los ropajes de los seres que se lancen a resolver sus propias vidas, atravesando lo que sea para encontrarse y ser quienes tienen que ser, a pesar de todo lo que puedan decir quienes sólo repitan discursos que no sean diariamente constrastados por vivencias personales que revaliden la verdad de los postulados. Tanto sean estos descripciones de las fuerzas que dan forma al universo que habitamos, como maneras apropiadas en que deban manejarse las potencias psicológicas que nos hacen humanos.
¿Será que siempre precisamos de flores que nos den un testimonio de que estuvimos en otro lado, que fuimos a otras zonas de nosotros mismos o que ya somos otras personas a pesar de que algo reactivo insista en indicarnos mapas antiguos de nuestro ser que poco nos servirán en los caminos novedosos que la vida nos va mostrando? ¿Será que los sueños nos regalan imágenes que pueden ser llaves resolutivas, rápidas por su concentración de información, de conflictos que en el estado de conciencia más cotidiano llegan con más rodeos y zigzagueos? ¿Y será que tiene sentido intentar convencer de los aprendizajes que da el movimiento a auditorios que no vivieron experiencias de viajes internos, de haberse hecho preguntas sobre quiénes son en la más profunda realidad?
Las preguntas van saliendo, con ánimo más de lanzar señales hacia un cielo de la resolución precisa que del agolpamiento de zonas de irresoluciones eternas. La flor del tiempo, me dicta la conciencia de un despertar pausado, está en moverse hacia donde viven las respuestas precisas, las que llevan nuestro nombre, las que esperan de nuestra mirada para abrirse como una amante del sol ante la llegada de los ojos que realmente quieren saber. Si estuvimos ahí, hace falta creernos a nosotros mismos. Y asumir el cambio. Somos ahora, sin necesidad de souvenires que le digan al mundo lo que podemos hacer. Las cosas se hacen. Y en la cancha se ven los jugadores.
Tan acalorado por las temperaturas elevadas del verano como por el devaneo con símbolos e imágenes de otros tiempos, al despertarme recordaba con fuerza el final de la película, aunque fue al comenzar a despertar cuando la escena empezó a desplegarse, como lo hace un abanico o como un papel hecho un bollo al caer al agua y abrirse despacio. Con la premura de quien intentara leer su contenido antes de que se borrara la tinta, lo que era apenas una frase, la flor de la máquina del tiempo, se fue haciendo imagen en mi mente, con una velocidad irregistrable ahora, pero lo suficientemente enérgica como para ocupar un espacio considerable en el pasaje entre el sueño y el despertar, ese territorio donde el cuerpo parece conmovido por la despedida de la horizontalidad tanto como la mente, buscando los ejes para encastrarse en la corporalidad y el tiempo presente.
En esa transición atemporal en su registro total, recordé el momento en que el científico está terminando su relato frente a una serie de hombres, todos elegantemente incrédulos, menos uno, un naturalista a quien el viajero del tiempo le muestra una prueba irrevocable de que su viaje no ha sido fruto de la fantasía, el mareo de los sentidos por algún consumo o la voluntad de engañarlos. Cuando la falta de creencia de su auditorio, reunido en su propia casa, era más unificada y resistente, un instante de gracia le hace darse cuenta de que tenía una flor venida de tiempos futuros. Y al dársela al hombre de ciencia y rostro calmo, le pregunta si conocía ese ejemplar, a lo que su respuesta es inmediata y certera, su conocer exhaustivo, enciclopédico, desconocía la existencia misma de esa parte de la naturaleza. Lo que podía probar que esa flor era una prueba de su estadía en el futuro.
Como suele pasar ante la irrupción de una verdad que perturba por ser movilizadora de energías factibles de mudar esquemas de conocimiento y de vida, la reunión de da por terminada, todos se alborotan y salen rápido a habitar otros hormigueros del saber. Tal vez temían terminar contaminándose por la insanía aparente del hombre que ha viajado y que hasta podía haber mareado, con ese magnetismo natural de los niños y de los que conocen los bordes de su mente, a otro de los portadores elegantes de los conocimientos aceptados por la ciencia de la época. Le recomiendan descanso al relator de su historia fantástica y dejan solo al naturalista, lo apartan del círculo prestigioso, por haber osado creerle al viajero y brindar su testimonio para abrir una grieta en el saber de todos.
El naturalista será, junto al ama de llaves de la casa, quien será testigo de la nueva desaparición del viajero, al lugar preciso donde debía regresar, para no dejar nada pendiente y darle cierre a una tarea que sólo a él le estaba destinada. Quizás fuese salvar al mundo, dejemos aquí abierto una resolución que alcanza con volver a ver la película para develarse, pero que alcanza aquí con decir con ímpetu de altavoz, que en ese gesto de cierre de lo comenzado hay una energía que aporta unas cuantas transformaciones al universo. Y esto, sea cual sea la época, el lugar y los ropajes de los seres que se lancen a resolver sus propias vidas, atravesando lo que sea para encontrarse y ser quienes tienen que ser, a pesar de todo lo que puedan decir quienes sólo repitan discursos que no sean diariamente constrastados por vivencias personales que revaliden la verdad de los postulados. Tanto sean estos descripciones de las fuerzas que dan forma al universo que habitamos, como maneras apropiadas en que deban manejarse las potencias psicológicas que nos hacen humanos.
¿Será que siempre precisamos de flores que nos den un testimonio de que estuvimos en otro lado, que fuimos a otras zonas de nosotros mismos o que ya somos otras personas a pesar de que algo reactivo insista en indicarnos mapas antiguos de nuestro ser que poco nos servirán en los caminos novedosos que la vida nos va mostrando? ¿Será que los sueños nos regalan imágenes que pueden ser llaves resolutivas, rápidas por su concentración de información, de conflictos que en el estado de conciencia más cotidiano llegan con más rodeos y zigzagueos? ¿Y será que tiene sentido intentar convencer de los aprendizajes que da el movimiento a auditorios que no vivieron experiencias de viajes internos, de haberse hecho preguntas sobre quiénes son en la más profunda realidad?
Las preguntas van saliendo, con ánimo más de lanzar señales hacia un cielo de la resolución precisa que del agolpamiento de zonas de irresoluciones eternas. La flor del tiempo, me dicta la conciencia de un despertar pausado, está en moverse hacia donde viven las respuestas precisas, las que llevan nuestro nombre, las que esperan de nuestra mirada para abrirse como una amante del sol ante la llegada de los ojos que realmente quieren saber. Si estuvimos ahí, hace falta creernos a nosotros mismos. Y asumir el cambio. Somos ahora, sin necesidad de souvenires que le digan al mundo lo que podemos hacer. Las cosas se hacen. Y en la cancha se ven los jugadores.
Minuto 7: el protagonista muestra la flor.
3 comentarios:
Querido Diego, en todo lo que escribís hay viajes diversos de ideas. Hoy nos recordás el valor de los sueños, mañana perlas musicales, y pasado continuarán surgiendo palabras de tu autoría. Pero siempre hay más que una secuencia de conceptos, hay una fuerza que carga esas palabras que tiene necesariamente como origen tu mundo interior y tu mirada potente de la realidad. Nunca es un contenido caótico, sino que se nota que sos selectivo para recolectar lo sano y lo colorido que hay a disposición entre tantos canales de percepción. Por tanto, leerte es siempre un tónico para el alma para cualquiera de nosotros.
Respecto a los sueños, sin lugar a dudas está bien comprobado entre los especialistas que muestran una inteligencia superior, pocas veces comprendida por nosotros porque no tenemos precisamente formación simbólica en las materias del colegio, y porque no podemos vernos la propia espalda. Y la inteligencia tras los sueños es compensadora, nos señala lo que necesitamos atender para equilibrarnos, nos objeta los caminos desviados del ego, y a veces se burla lisa y llanamente. Ojalá podamos todos detenernos alguna vez a escribir la historia del sueño, compartirlo, y escuchar qué nos dice.
Un dato: 1) anotar el contexto o lugar donde ocurre para saber a qué edad nuestra se refiere o a qué parte de nuestra personalidad se va a referir; 2) notar la acción dramática, qué ocurre en esa esfera; 3) y finalmente, el final, que es lo que el inconsciente nos da como solución, aunque como solución haya una no-solución. En ese caso, quizá tengamos que dejar ir ese problema de una vez por todas de nuestra vida.
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