Todo blanco
Hace mucho, un rato apenas del cosmos, me devanaba los sesos pensando en los bordes inexistentes del universo. Y la nada se aparecía.
(texto e imagen)
Primero era la imagen de una goma blanca, de esas de la escuela, no la que era mitad roja y mitad azul, una para borrar lápiz y otra para borrar tinta. No, era una goma toda blanca, rectangular, blanquísima, sin una gota de mugre, nada de nada. Eso: nada de nada.
Estaba recostado sobre una pared, en la terraza de mi casa. Entonces era mi casa, no pensaba en la casa de mis padres, eso era mi casa, era el mundo. Y la imagen de la goma blanca, aparecía cuando pensaba en todo. O en la nada que aparece cuando se quiere pensar en todo. Estaba debajo del tanque de agua. Y se me venía la imagen de una enorme goma de borrar, como la que tenía en la cartuchera, pero mucho más grande, más que toda la casa, el jardín, el barrio, la ciudad, el país que podía percibir por el mapa de la escuela. Y era una goma que borraba todo, que crecía, para arriba, para abajo, para los costados, para adelante y para atrás, cuando trataba de pensar en el infinito. Porque dejaba que la mente empezara a viajar por el espacio, pasaban estrellas, planetas, galaxias, constelaciones, todo lo que podía haber visto en las enciclopedias científicas, pero nadie había explicado como podía existir algo que no tiene bordes.
Estaba acostado sobre una pared, debajo del tanque de agua, tratando de pensar en lo que había más allá de todos los límites del universo. Y la respiración se aceleraba, cuando las imágenes no aparecían, cuando la goma de borrar dejaba de tener dimensiones, porque la sensación de no poder entender algo que no tiene bordes generaba un estallido neuronal, un orgasmo mudo de incomprensión que ponía todo en blanco. Y la goma se convertía en hoja lisa, porque había borrado su volumen. Todo era esa superficie sin bordes, sin abajo, ni arriba, sin atrás ni adelante, sin nada de nada. Sin todo.
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