Sabiduría sin jerarquías
Muchas veces se nos presentan grandes oportunidades de aprender a vivir, apenas dejándonos ser y sintiendo.
Diego Oscar Ramos
Entonces no lo entendía, no totalmente quiero decir, porque me gustaba estar con ella, mientras mirábamos televisión o me pasaba unas revistas de la farándula, para verlas en un rápido hojeo que siempre hallaba lugar donde detenerse y observar algo que se sentía cargado de una información que los libros no traían.
Entonces la acompañaba y hasta escuchaba sus rezongos cuando las revistas que ella misma me daba ocupaban mucho lugar en la mesa donde ya había sido servida la comida y las palabras podían compartirse junto con miradas a los ojos y charlas que fueran un intercambio posible, disfrutable.
Entonces, después que servía los fideos, un plato enorme que devoraba como si fuese la primera comida en semanas, se quedaba un rato, callada, esperando que me diera cuenta, lo que podía pasar o no, pero si no acontecía era muy fácil que lanzara con suavidad una amonestación leve, con palabras que traían sentido de comunidad a la mirada imantada por la imagen impresa.
Entonces podía estar encendido el televisor, es seguro que lo estaba, lo que no se sentía tanto un problema para comunicarnos, sino una especie de lenguaje en común, como un nexo de unión para trazar un diseño de palabras sobre un objeto cercano, lleno de circunstancias debatibles y momentos de generar discursos cortos, algunos, largos, tantos otros. Y todos nacidos de esa manera suya de encontrar palabras para todo, como si gozara de escucharse, risueña, dueña del sitio donde su voz desplegaba mapas antiguos, encantados.
Entonces, no lo entendía del todo, pero me llamaba mucho la atención la manera en que vivía un diálogo con lo que acontecía en la televisión o en la radio, haciéndome sentir ese canal de presencia y de confidencia que se daba entre esas personas que la visitaban en su casa, todos los días, personas con las que compartía almuerzos enteros, mientras ella opinaba de las cosas que hablaban, de la forma en que vestían o del modo en que se comportaban en la vida, con una seguridad que sorprendía y hechizaba.
Entonces, podía no comprenderlo en una dimensión intelectual, pensaba incluso que sería en los libros, en los apuntes de la universidad, donde la vida me presentaba las coordenadas para moverse en la realidad. Pero al mismo tiempo, nunca fue condescendencia lo que hacía que me quedara allí, junto a sus almuerzos, antes de tomarme un colectivo para ir a estudiar, o en algunas cenas cuando me quedaba en su casa a dormir, luego de escuchar clases de profesores de los que hoy poco recuerdo o de ver funciones de cine arte que parecían dueñas de verdades sobre cómo son las cosas entre las personas.
Entonces, cuando se acercaba a la televisión, o bien desde su silla, me señalaba la importancia de algo que estaba pasando del otro lado de la pantalla con sus otros invitados del banquete, para que le diera mi opinión sobre lo que decían o lo que habían dicho antes, estableciendo una forma de estar atento a la secuencia con que se desarrollan todos los aconteceres. Y era ahí, cuando ya había escuchado mis construcciones, que decía frases simples, largaba su sentir con un seductor desparpajo, del que a veces se sonrojaba, cuando daba pareceres sobre personas que pudieran estar socialmente en un lugar de prestigio, por su obra conocida o por su formación. Pero igual hablaba, mientras mis orejas se paraban como la de los gatos y decía quien le gustaba de sus invitados ilustres televisivos. Ahí, nunca era la razón la que dictaba pareceres, sino la más pura sensación corporal, la intuición, el saber de la vida misma, que actuaban para darle pistas precisas a esos veredictos que emitía con velocidad, con inmediatez, con sentido total del valor que para ella tenían los mensajes que le llegaban como con trajes bordados y brillo de lentejuelas.
Entonces, hasta podía hacer distinciones entre dos escritores, de alguna manera rivales, para ver cuál de los dos elegía. Claro que no para leer de inmediato su obra, sino para ver si alguna vez podría integrarlos a sus fiestas privadas, al club exclusivo de los seres que sentía como parte de sus rutinas, a quienes regalaba su tiempo y su atención de mujer curiosa. Por eso, porque sentía rápido las voces que le indicaban en el cuerpo un sí o un no, es que se pronunciaba, justa y decía qué persona, televisiva o hasta inquilina eterna de las revistas de sala de espera, eran las que le gustaban.
Entonces no lo entendía, ponía etiquetas de importancia mayor a una cosa que otra, me disfrazaba de catedrático para creer que las cosas que pasan podían ser diferentes a través de diseccionarlas y ponerlas en un centrifugado obsesivo, para secarles todo enigma. Y creer que todo empezaba a ser más cercano, más propicio a una sensibilidad alimentada, quizás, de conceptos intrincados, filmografías complejas y un arte que aportara claves sobre como moverse en las noches sin luz. Hoy invito yo también a unos cuantos comensales a mi mesa y sé rápido quién emite una vibración que me de ganas de dejar el televisor prendido, la revista abierta o el libro listo para ser escrito por mis lápices preferidos. Me alegro, ahora, porque me amigo con esa fracción de puro sentir, que hacía que pudiera disfrutar, con mi abuela, de un momento de aprendizaje, que poco le hablaba al pensamiento. Y mucho a la sabiduría.
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