Liberar un animal atado, para despertar las ansias de volar con rumbo.
Diego Oscar Ramos
Se veía como un ser andando a la deriva, con el viento llevándolo para los sitios donde soplan los destinos errantes y desvelados, aquellos donde las noches sin dormir se multiplican y las lunas se abrazan con más fuerza a los cuerpos que los soles del amanecer.
Volaba cabeza abajo, con una cuerda atada a sus patas y un globo enorme, que ahora recuerdo como rojo, pero que entonces podría haber enceguecido la apreciación de los colores, porque lo que despertaba soplidos en el vientre era la soga y las patas atadas del pato, enorme, blanco, con un plumaje desorbitado, de extremos dorados.
Su cabeza estaba hacia abajo y mis ojos querían apuntar a su búsqueda de un timón, de alguna manera de volar con sus alas, mientras una parte de su mente se quedaba tranquila, sabiendo que el globo lo transportaba por los cielos, dejando descansadas e inertes a sus decisiones de vuelo.
Lo miraba desde una terraza, lo llamaba con la mirada, cuando algo me distrajo, algún viento me llevó hacia pensamientos de alturas lejanas, el sol envió una prueba de destellos que mi atención desvió como pudo, regresando pronto al centro de las determinaciones, sin que el pato atado estuviese ahora mostrándome sus anuncios metafóricos de movimientos clausurados.
Y antes de que alguna ruidosa maquinaria del desánimo apareciese para llenar de preguntas la canasta de las certezas, los ojos dieron una trayectoria circular, inmediata, precisa, para dar con el animal acostado, bien cerca de mí, con el globo a su lado, con menos ímpetu de dirigir destinos y el cuerpo desparramado en el suelo, durmiendo una caída sin dolores estridentes.
Me acerqué, despacio, al principio, temiendo ataques de su furia englobada, sintiendo que yo mismo pudiese tener mucho que ver con el globo atado a sus patas, un sentir inesperado, que llegaba de sitios irresponsables para el calmo observador de los cielos de un atardecer de domingo, en la calma tormentosa de la casa paterna.
Pero el animal habló, dijo frases de pato en azotea, con el globo desinflado y la atención curiosa de un testigo extrañamente implicado en una caída que no había presenciado, pero sí soñado, una noche de brillo solar y viento en la cara.
La voz era firme, en su lenguaje de ave buscando una decisión de movimiento, lo suficientemente clara como para que dejara los temores en la escalera y los acariciara con cariño, para que se retirasen sin resentimientos de mi presente sin terraza, con departamento con balcón a la calle y semáforo en la esquina para ordenar los pasos nuevos.
Hablé con él, en nuestra lengua de viejos conocidos, me acerqué con determinación del que sólo piensa para darle jugos de letras a las pasiones desatadas y le acaricié las alas, lentamente, apreciando los bordes dorados y la piel de su plumaje extendido.
Mis manos llegaron a las patas, con un resto de pensamiento indicando la necesidad de desatar su ánimo, cuando la mirada asombrada dio crédito a lo que el cuerpo ya había sentido al deslizar la mano acariciante por las alas del ave calma.
La cuerda ya no estaba, ni había restos del globo que trajo nubes porosas al animal de pasiones temerosas y valentías mentales, de siglos de vidas viajeras hechas espuma, vueltas una burbuja, estallando con delicadeza en una mañana brumosa.
Salimos juntos, abrazamos el aire tibio de la hora en que se abren las compuertas del cambio de paisaje. Y volamos, sueltos, en la humedad del rocío naciente, con la paz del que lanzó sus cuerdas al horizonte.
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